"Alzará pendón a naciones lejanas, y silbará al que está en el extremo de la tierra; y he aquí que vendrá pronto y velozmente. No habrá entre ellos cansado, ni quien tropiece; ninguno se dormirá, ni le tomará sueño; a ninguno se le desatará el cinto de los lomos, ni se le romperá la correa de sus sandalias. Sus saetas estarán afiladas, y todos sus arcos entesados; los cascos de sus caballos parecerán como de pedernal, y las ruedas de sus carros como torbellino. Su rugido será como de león; rugirá a manera de leoncillo, crujirá los dientes, y arrebatará la presa; se la llevará con seguridad, y nadie se la quitará. Y bramará sobre él en aquel día como bramido del mar; entonces mirará hacia la tierra, y he aquí tinieblas de tribulación, y en sus cielos se oscurecerá la luz". (Isaías 5:26-30)


"Se agazapa, se echa como león, o como leona ¿quién se atreverá a despertarlo?" (Números 24:09)


"¡LEONES RIENTES tienen que venir!
Oh, huéspedes míos, vosotros hombres extraños, ¿no habéis oído nada aún de mis hijos? ¿Y de que se encuentran en camino hacia mí?
Mi sufrimiento y mi compasión, ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!
¡Bien! El León ha llegado, mis Hijos están cerca, Zarathustra está ya maduro, mi hora ha llegado: Ésta es mi mañana, mi día comienza. ¡Asciende, pues, asciende tú, Gran Mediodía!
Así habló Zarathustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas..." (Así habló Zarathustra / Friedrich Nietzsche)

"Entonces uno de los ancianos me dijo: No llores; mira, el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos." (Apocalipsis 5:5)


jueves, 28 de abril de 2011

Fragmento del "Sobre la Teoría de la Relatividad Especial y General" de Albert Einstein

La estructura del espacio según la teoría de la relatividad general

Según la teoría de la relatividad general, las propiedades geométricas del espacio no son independientes, sino que vienen condicionadas por la materia. Por eso no es posible inferir nada sobre la estructura geométrica del mundo a menos que la reflexión se funde en el conocimiento del estado de la materia. Sabemos, por la experiencia, que con una elección conveniente del sistema de coordenadas las velocidades de las estrellas son pequeñas frente a la velocidad de propagación de la luz. Así pues, si suponemos que la materia está en reposo, podremos conocer la estructura del universo en una primera y tosquísima aproximación.Por anteriores consideraciones sabemos ya que el comportamiento de reglas de medir y relojes viene influido por los campos de gravitación, es decir, por la distribución de la materia. De aquí se sigue ya que la validez exacta de la geometría euclidiana en nuestro mundo es algo que no entra ni siquiera en consideración. Pero en sí es concebible que nuestro mundo difiera poco de un mundo euclidiano, idea que viene abonada por el hecho de que, según los cálculos, incluso masas de la magnitud de nuestro Sol influyen mínimamente en la métrica del espacio circundante. Cabría imaginar que nuestro mundo se comporta en el aspecto geométrico como una superficie que está irregularmente curvada pero que en ningún punto se aparta significativamente de un plano, lo mismo que ocurre, por ejemplo, con la superficie de un lago rizado por débiles olas. A un mundo de esta especie podríamos llamarlo con propiedad cuasi-euclidiano, y sería espacialmente infinito. Los cálculos indican, sin embargo, que en un mundo cuasi-euclidiano la densidad media de materia tendría que ser nula. Por consiguiente, un mundo semejante no podría estar poblado de materia por doquier.

Si la densidad media de materia en el mundo no es nula (aunque se acerque mucho a cero), entonces el mundo no es cuasi-euclidiano. Los cálculos demuestran más bien que, con una distribución uniforme de materia, debería ser necesariamente esférico (o elíptico). Dado que la materia está distribuida de manera localmente no uniforme, el mundo real diferirá localmente del comportamiento esférico, es decir, será cuasi-esférico. Pero necesariamente tendrá que ser finito. La teoría proporciona incluso una sencilla relación entre la extensión espacial del mundo y la densidad media de materia en él.

Fragmento de "Sobre lo Espiritual en el Arte" de Vladimir Kandinsky

EL MOVIMIENTO

Representada de manera esquemática, la vida espiritual sería un triángulo agudo dividido en partes desiguales, la menor y más aguda señalando hacia lo alto. Al ir descendiendo, cada parte se hace más ancha, grande y voluminosa.

El triángulo tiene un movimiento lento, escasamente visible, hacia delante y hacia arriba: donde hoy se encuentra el vértice más alto, se hallará mañana[1] la siguiente sección. Es decir, lo que hoy es comprensible para el vértice de arriba y resulta una tontería incomprensible para el resto del triángulo, mañana será razonable y con sentido para otra parte adicional de éste.

En la punta del vértice más elevado a veces se encuentra un único hombre. Su contemplación gozosa es semejante a su inconmensurable tristeza interior. Los que se hallan más cerca de él no le entienden e indignados le llaman farsante o loco. Así vivió Beethoven, insultado y solo en la cumbre[2]. ¿Cuántos años fueron necesarios para que una parte más grande del triángulo llegara al lugar en que él estuvo solo? Y a pesar del sinnúmero de monumentos ¿han llegado realmente tantos hasta esa cumbre?[3]

En todas las partes del triángulo se hallan artistas. Todo el que ve más allá de los límites de su sección es un profeta para su alrededor y colabora al movimiento del lento carro. Si, al contrario, no tiene esa aguda visión o la emplea para fines más bajos o renuncia a ella, sus compañeros de sección lo apoyarán y lo alabarán. Cuanto más amplia sea la sección y más bajo su nivel, tanto menor será la masa que entienda el discurso del artista. Naturalmente, cada parte tiene, consciente o (la mayoría de las veces) inconscientemente, hambre de pan espiritual. Este alimento se lo dan sus artistas; mañana la sección siguiente tenderá sus manos hacia el que en esa parte inferior no fue entendido.

Esta exposición esquemática no concluye la imagen completa de la existencia espiritual. Entre otras cosas, no muestra una de sus partes negativas, una gran mancha muerta y negra. Porque ocurre muchas veces que ese pan espiritual se transforma en el alimento de los que ya viven en una parte superior. Para ellos, el pan se convierte en veneno: en dosis ínfimas se comporta de tal forma que el alma desciende lentamente de una parte superior a otra inferior; ingerido en grandes dosis, el veneno lleva a la caída, que envía al espíritu a partes cada vez inferiores. En una de sus novelas, Sienkiewicz compara la vida espiritual con la natación: quien no trabaja infatigablemente y lucha sin detenerse contra el naufragio, termina por hundirse irremediablemente. Las cualidades de un ser humano, el talento (en el sentido del Evangelio), se transforman en una maldición -no únicamente para el artista que lo posee, sino para todos los que comen el pan venenoso.

El artista emplea su fuerza para satisfacer bajas necesidades; de una manera aparentemente artística ofrece un contenido impuro, atrae hacia sí los elementos débiles, los mezcla continuamente con elementos malos, engaña a los hombres y colabora a que se engañen a sí mismos, convenciendo a todos de que tienen sed espiritual y que pueden saciarla en una fuente pura. Obras así no llevan hacia arriba el movimiento, sino que lo detienen, atrasan a los elementos progresivos y extienden la peste a su alrededor.

Las épocas en que el arte no cuenta con un representante de altura, en que no se halla el pan transfigurado, son épocas de decadencia en el mundo espiritual. Las almas descienden continuamente de las partes superiores y todo el triángulo parece encontrarse inmóvil. Se diría que se mueve hacia abajo y hacia atrás. En aquellas épocas mudas y ciegas, los hombres dan una valoración excesiva al éxito exterior, se interesan únicamente en los bienes materiales y festejan como una gran proeza el desarrollo tecnológico que sólo sirve y sólo servirá al cuerpo. Las fuerzas puramente espirituales son desestimadas o simplemente ignoradas.

Los hambrientos y visionarios son motivo de burla o considerados anormales. Las escasas almas que no se pierden en el sueño y persisten en un oscuro deseo de vida espiritual, de saber y progreso, se lamentan en medio del grosero canto del materialismo. La noche espiritual se cierne más y más. Las grises tinieblas descienden sobre las almas asustadas, y las superiores, acosadas y debilitadas por la duda y el temor, eligen algunas veces el oscurecimiento paulatino a la inmediata y violenta caída en la oscuridad total.

El arte, que entonces vive humillado, es empleado únicamente con fines materiales. Busca su realidad en la dura materia, pues ignora la exquisita. Los objetos, cuya reproducción piensa que es su única meta, continúan inmutables. El qué del arte desaparece eo ipso. La pregunta exclusiva que les preocupa es cómo se representa determinado objeto en relación con el artista. El arte pierde su espíritu.

El arte continúa por la senda del cómo, se especializa, los artistas son los únicos que lo entienden y que se lamentan de la indiferencia del espectador hacia él. En esos tiempos, el artista no necesita decir mucho. Resalta y sobresale por un mínimo de diferencia, apreciable por determinados círculos de mecenas y conocedores (¡lo que puede dar también inmensas ganancias materiales!). Un gran número de personas superficialmente capacitadas y hábiles se dirige hacia el arte con la seguridad de la facilidad de su conquista. En cada centro cultural habitan millares y millares de artistas de este tipo, que únicamente buscan formas nuevas de crear millones de obras de arte sin entusiasmo, con el corazón frío y el alma dormida.

La competencia arrecia. La carrera en pos del éxito conduce a preocupaciones cada vez más externas. Grupos reducidos que casualmente han sobresalido de este caos artístico, se protegen tras sus posiciones. El público, abandonado, contempla sin entender, pierde el interés por este tipo de arte y le vuelve despreocupadamente la espalda.

A pesar de toda esta ceguera, a pesar del caos y de la carrera desaforada, el triángulo espiritual rota realmente, despacio pero con seguridad e indomable fuerza, hacia delante y hacia arriba.

Moisés, invisible, desciende de la montaña y contempla la danza alrededor del becerro de oro. Pero, a pesar de todo, lleva consigo una nueva sabiduría para los hombres.

El artista es el primero en oír sus palabras, imperceptibles para la masa, y va tras su llamado. Inicialmente de manera inconsciente y sin darse cuenta. Ya no pregunta cómo se encuentra el germen de su curación.

Aunque este cómo no de frutos, en la misma diferencia (lo que todavía llamamos personalidad) se encuentra una posibilidad de no ver únicamente lo duro y material en el objeto, sino lo que es menos corpóreo que el objeto de la época realista, en la que se pretendió sólo reproducirlo tal y como es, sin fantasear[4].

Además, este cómo encierra la emoción espiritual del artista y es capaz de irradiar su experiencia más sutil. El arte emprende el camino en el que más adelante hallará el perdido qué, que constituirá el pan espiritual del despertar que empieza. Este qué no es el qué material y objetivo de la época superada, sino un contenido artístico, el alma del arte, sin la que su cuerpo (el cómo) no puede tener una existencia plena y sana, al igual que un individuo o un pueblo.

Este qué es el contenido que únicamente el arte puede tener, y que únicamente el arte puede expresar claramente con los medios que le son propios en exclusividad.

[1] Estos “hoy” y “mañana” se asemejan en su interior a los “días” bíblicos de la Creación.

[2] Weber, el autor de Der Freischütz, daba esta opinión sobre la VII Sinfonía de Beethoven: “Con ella las extravagancias de este genio han llegado al non plus ultra. Beethoven está maduro para el manicomio. En el inicio de la primera parte, misteriosamente en un “mi” insistente, el abate Stadler exclamó al escucharla por primera vez : “¡Otra vez ese mi! ¿Es que no se le ocurre nada a este hombre sin talento?” (Beethoven, de August Göllerich, página 1 de la Serie “Die Musik”, editada por R. Strauss).

[3] ¿Algunos monumentos no son una lamentable respuesta a esta pregunta?

[4] Aquí nos referimos constantemente a lo material y lo inmaterial, y a los estados intermedios “más o menos” materiales. ¿Es todo “materia”? ¿O es espíritu? Las diferencias que fijamos entre materia y espíritu, ¿no son más que matices de la materia o del espíritu? El pensamiento, definido por la ciencia positiva como producto del “espíritu”, es también materia, pero sensible únicamente a los sentidos refinados y no a los toscos. ¿Es espíritu lo que la mano no puede tocar? Aquí, en este pequeño libro, no puede discutirse más extensamente el asunto y por ahora basta con que no se tracen fronteras muy estrictas.

martes, 26 de abril de 2011

Fragmentos de "El Mito del Eterno Retorno" de Mircea Eliade

Hemos mostrado que los rituales de construcción presuponen asimismo la imitación más o menos explícita del acto cosmogónico. Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera. Por consiguiente, también esos ceremoniales, que no son ni periódicos ni colectivos, suspenden el transcurso del tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra in illo tempore. Hemos visto que todos los rituales imitan un arquetipo divino y que su actualización continua ocurre en el mismo instante mítico atemporal. Sin embargo, los ritos de construcción nos descubren algo más: la imitación, y por ende la reactualización, de la cosmogonía. Una “era nueva” se abre con la construcción de cada casa. Toda construcción es un principio absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna de “historia”. Claro está que los rituales de construcción que encontramos en nuestros días son en buena parte supervivencias, y es difícil precisar en qué medida les corresponde una experiencia en la conciencia de quienes las observan. Pero esta objeción racionalista es desdeñable. Lo que importa es que el hombre sintió la necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del Mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para regenerarse. Muy perspicaz sería quien pudiera decir en qué medida los que en la actualidad observan los rituales de construcción están capacitados todavía para participar en su misterio. Sin duda sus experiencias son más bien profanas: la “nueva era” marcada por una construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van a habitar la casa. Pero la estructura del mito y del rito no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter profano: una construcción es una organización nueva del mundo y de la vida. Para encontrar la experiencia de la renovación, a un hombre moderno, de sensibilidad menos cerrada al milagro de la vida, le bastaría el momento en que construye una casa o penetra en ella (exactamente como el Año Nuevo conserva todavía el prestigio del final de un pasado y del comienzo de una “vida nueva”).

El hombre no hace más que repetir el acto de la Creación; su calendario religioso conmemora, en el espacio de un año, todas las fases cosmogónicas que ocurrieron ab origine. De hecho, el año sagrado repite sin cesar la Creación, el hombre es contemporáneo de la cosmogonía y de la antropogonía, porque el ritual lo proyecta a la época mítica del comienzo. Una bacante imita mediante sus ritos orgiásticos el drama patético de Dionisos.

(...)

El simbolismo arquitectónico del Centro puede formularse así:
a) la Montaña Sagrada —donde se reúnen el Cielo y la Tierra— se halla en el centro del Mundo;
b) todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una “montaña sagrada”, debido a lo cual se transforma en Centro;
c) siendo un Axis mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno.
El camino que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabu-dur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser, etcétera. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.

Todas las danzas han sido sagradas en su origen; en otros términos, han tenido un modelo extrahumano. Podemos excusarnos de discutir aquí los detalles como que ese modelo haya sido a veces un animal totémico o emblemático; que sus movimientos fueran reproducidos con el fin de conjurar por la magia su presencia concreta, de multiplicarlo en número, de obtener para el hombre la incorporación al animal; que en otros casos el modelo haya sido revelado por la divinidad (por ejemplo, la pírrica, danza armada, creada por Atenea, etcétera) o por un héroe (la danza de Teseo en el Laberinto); que la danza fuera ejecutada con el fin de adquirir alimentos, honrar a los muertos o asegurar el buen orden del Cosmos; que se realizara en el momento de las iniciaciones, de las ceremonias mágicorreligiosas, de los casamientos, etcétera. Lo que nos interesa es su origen extrahumano presupuesto (pues toda danza fue creada in illo tempore, en la época mítica, por un “antepasado”, un animal totémico, un dios o un héroe). Los ritmos coreográficos tienen su modelo fuera de la vida profana del hombre; ya reproduzcan los movimientos del animal totémico o emblemático, o los de los astros, ya constituyan rituales por sí mismos (pasos laberínticos, saltos, ademanes efectuados por medio de los instrumentos ceremoniales, etcétera), una danza imita siempre un acto arquetípico o conmemora un momento mítico. En una palabra, es una repetición, y por consiguiente una reactualización de “aquel tiempo”.

lunes, 25 de abril de 2011

Fragmento de "Nietzsche y el Fin de la Religión" de Victor Massuh

LA RELIGIOSIDAD DIONISÍACA

1. El Eterno Retomo

El rasgo místico de la religiosidad nietzscheana alcanza su expresión plena en la noción del "eterno retorno de lo mismo". Nietzsche tenía la convicción de que esta doctrina implicaba el fin de las religiones, pero la anunció con el tono solemne y patético de quien formula una religión nueva. Lou Andreas-Salomé, que conoció a Nietzsche en momentos en que se sentía asaltado por la intuición del "eterno retorno", comenta la importancia que le atribuía: "Jamás podré olvidar —escribe Andreas-Salomé— las horas en que él me la confió por primera vez, como un secreto cuya verificación y confirmación le causaban un horror indecible: no hablaba de ello más que en voz baja y con los signos manifiestos del terror más profundo."

Ganado ya por el vértigo de una intuición mística, Nietz­sche quería una doctrina que comportara una exaltación de la alegría sobre la base de una justificación del dolor. Al comienzo insinúa tímidamente esta teoría del "eterno re­torno" en un aforismo 341 de La gaya ciencia. Aunque se trataba de una intuición religiosa, Nietzsche no cesó de creer que ella podría encontrar su confirmación y compro­bación empírica en el campo de la física; estudiando la constitución de los átomos consideraba posible obtener su demostración irrefutable. Por este motivo, cuenta Andreas Salomé, Nietzsthe concibió el proyecto de dedicarse durante diez años al estudio de las ciencias naturales en Viena y en París: al cabo de ello estaría listo para predicar el evan­gelio del "eterno retorno". En la realidad no ocurrió nada de lo que Nietzsche se proponía: por el contrario, cobró la convicción del carácter irrefutable de su teoría en el instante en que científicamente resultaba más vulne­rable: "Aquello que debía tornar el aspecto de una verdad científica —cuenta Andreas-Salomé— revistió el carácter de una revelación mística, y desde entonces Nietzsche fundó toda su filosofía no sobre la base experimental que él ima­ginaba, sino sobre la inspiración interior — sobre su inspi­ración personal."

A partir de este momento, Nietzsche toma conciencia de que entre sus manos se configura una nueva religión. Su fervor es apostólico: "Quienquiera que tú seas, amado extranjero, que por primera vez encuentro, entrégate al encanto de esta hora y del silencio que nos rodea por todas partes, y deja que te refiera un pensamiento que se eleva ante mí igual que una estrella y que quisiera arrojar su luz sobre ti como sobre cualquier otro, porque esta es la misión de las estrellas." Es curioso que Nietzsche pro­ponga esta doctrina a quienes hayan pasado por el escep­ticismo y el descreimiento: este estado es la condición indispensable. También reaparece, como supuesto ineludi­ble, aquel punto de partida central de todo su pensamiento: el de la muerte de Dios Esta doble condición es la base primigenia de la religión encerrada en la doctrina del "eterno retorno"; "¿Estáis preparados? Debéis haber atra­vesado todos los grados del escepticismo y haberos bañado con delicia en el agua fría del torrente; de lo contrario, no tenéis derecho a esta idea; quiero precaveros contra la ligereza y la fantasía..." Nietzsche valoriza el escepticismo porque es el antídoto de toda fácil credulidad y, tam­bién, porque demuestra que nuestro espíritu está lo suficien­temente vigorizado para soportar la fuerza de una doctri­na terrible.

Nietzsche también está poseído por un entusiasmo reden­tor. Su doctrina es un saber de salvación, se siente encendi­do por un afán proselitista. A todos previene contra las impaciencias; la acción de su nueva religión debe ser len­ta y sus efectos en el alma de la humanidad futura nece­sitará el concurso de los siglos: "Guardémonos de predicar esta doctrina como una religión improvisada (plótzliche Religión). Debe infiltrarse lentamente; generaciones ente­ras deben edificar sobre ella, dándole fertilidad, para que se convierta en un gran árbol que dé sombra a la humani­dad futura, ¡Qué son los dos mil años que ha durado el cristianismo! Para los pensamientos fecundos se necesitan muchos miles de años; durante largo tiempo son pequeños y débiles." El tono de esta anunciación no tiene el patetismo apocalíptico de otras predicciones. No se nota la impaciencia corrosiva que lo llevaba a pensar en el efec­to instantáneo y explosivo de sus ideas. Esta vez, se adapta al expediente de largos milenios, y la lentitud de su acción será el testimonio de su fecundidad. La experiencia del cristianismo tiene un valor analógico porque se trata, tam­bién, de una religión.

En sus comienzos, no obstante, este mensaje se formula en términos científicos, aunque tenga el significado de una "revelación". Nietzsche piensa que debe expresarse como una hipótesis científica para ser aceptada sin reservas. Tiene conciencia de que vive en pleno auge del cientificismo y esta es una concesión al espíritu de su tiempo. Según esta teoría del "eterno retorno de lo mismo", la totalidad de lo creado es una realidad en movimiento que no se desenvuelve conforme a una secuencia lineal. No supone un devenir progresivo en donde el momento futuro implica la promesa de la novedad radical. Cumplido cierto proceso, todo vuelve a acontecer en forma exactamente igual. El devenir de la realidad en su conjunto no es lineal sino cíclico. Lo que existe, ya existió antes y existirá una canti­dad infinita de veces. Es el retorno eterno de lo mismo. Nietzsche considera que esta doctrina esconde significacio­nes ricas e insospechadas: implica la supresión de las meta­físicas religiosas y permite superar la disyuntiva de un Dios trascendente que rige el curso del cosmos de modo arbitrario. He aquí la alternativa: o creer en la voluntad de un Dios caprichoso, o aceptar la procesualidad circular, la regularidad del retorno eterno de lo mismo.

Nietzsche agrega que cualquier estado o situación huma­na, natural o cósmica, ya se han dado "un número infinito de veces". Pero no sólo las situaciones. Esta recurrencia preside el curso temporal: todo instante actual se dio y volverá a darse. "Hombre —escribe—, toda tu vida es como un reloj de arena, que sin cesar es vuelto boca abajo y siem­pre vuelve a correr; un minuto de tiempo, durante el cual todas las condiciones que determinan tu existencia vuelven a darse en el cíclico transcurso del mundo. Y entonces vol­verás a encontrar cada uno de tus dolores y de tus placeres, cada uno de tus amigos y de tus enemigos, y cada esperanza, y cada error, y cada brizna de hierba, y cada rayo de luz, y la total estructura de todas las cosas (den ganzen Zusammen-hang aller Dinge). Este anillo, del cual tú eres un pequeño eslabón, volverá a brillar eternamente. Y en el curso de cada vida humana habrá siempre una hora en que, primero a uno, después a muchos, les iluminará la idea más poderosa de todas, la idea del eterno retorno de todas las cosas: esa será para la humanidad la hora del mediodía." Obsérvese el carácter de verdadera iluminación que le atribuye por cuanto el instante de su comprensión será, para los hombres, la "hora del mediodía". Ya hemos visto la resonancia mística de este símbolo.

2. No Hay Desarrollo Progresivo

Este retorno circular no tiene tendencia, ni objetivo, ni meta que puedan ser deducidos según nuestras necesidades humanas o nuestras categorías racionales. No podemos atri­buirle un determinado fin ético. El eterno retorno de lo mismo representa el máximo grado de irracionalidad, como también puede representar todo lo contrario. No puede ser medido. Es un error pensar este movimiento circular como formándose según la idea que nosotros podemos tener de la génesis de un proceso equivalente a partir de una primera intuición del caos, luego, "un movimiento más armónico de todas las fuerzas" y finalmente, "un movimien­to circular fijo". Nada de esto. No se puede comprender el origen de este movimiento, porque no lo tiene: "Todo es eterno." Si hubiese un caos inicial, el mismo se daría eternamente; el movimiento circular no es una resultante. Es un orden originario, constante, entraña él mismo una ley fundamental y eterna. En suma, concluye Nietzsche, no hay una finalidad en el devenir, ni un objetivo providen­cial, ni mucho menos, un plan de la creación que otorgue sentido a este movimiento. No posee finalidad ética ni estética. Falta en él toda "intención" humana o divina .

Tampoco hay que pensar en una evolución progresiva que tiende hacia la realización de lo bello o lo perfecto. Encontrar una finalidad en el devenir cósmico equivale a atribuirle formas de nuestra propia humanidad, es incurrir en una suerte de antropomorfismo. No hay desarrollo de lo imperfecto a lo perfecto, de lo feo a lo bello, "todo es repetición" de una realidad en la que sus momentos poseen el mismo valor, la misma dignidad .

Hasta este momento, los rasgos principales de la teoría expuesta se ciñen a una estricta fatalidad. Puede adver­tirse un determinismo cósmico que se manifiesta ajeno a la autonomía de la voluntad. Hay un proceso mecánico que engloba las acciones humanas y las reduce a meros epifenómenos de un acontecer total. Pero lo curioso es que en esta misma doctrina, Nietzsche agrega ciertos matices que atenúan su determinismo y otorgan un rol decisivo a la voluntad. El eterno retorno de lo mismo aparece, tam­bién, como una meta ideal que el hombre se propone una vez que ha alcanzado la mayor plenitud de su voluntad, cuando ha vivido una realidad altamente cualitativa. Para esta experiencia exultante y profunda, para todo lo que la hizo posible, el hombre pedirá repetición. El hombre "quie­re" que se repita una y otra vez: que esta plenitud vivencial retorne eternamente. El eterno retorno de lo mismo aparece, aquí, como una conquista, el premio de una experiencia radical y decisiva, la respuesta a una "voluntad de repeti­ción".

3. Procesualidad Mecánica o Voluntarismo

Nietzsche destaca este rasgo voluntarista de su doctrina a partir de un análisis de la decadencia de la fe religiosa en su tiempo. (Este análisis demuestra una vez más, en qué medida Nietzsche concibe su doctrina como un sustituto de la religión que "ha muerto"). El "empobrecimiento" de la fe que observa en su época, "hace que el hombre se vaya haciendo a la idea de que es un ser efímero e insignificante, con lo que acabará por empequeñecerse; ya no cultiva el esfuerzo, la resistencia; quiere gozar el momento presente; se hace superficial, y quizá dilapida mucho espí­ritu con este motivo" . Es cierto, agrega el, filósofo, que la "ilusión política" aparece como el contenido que llena los vacíos dejados por la fe religiosa. La fe en una realidad trascendente se convierte, así, en la confianza en este mun­do. Pero esta valorización de la política no representa un homenaje a la grandeza humana, ni mucho menos una exaltación del mundo. Trátase de una fe secularizada por­que eleva al rango de objetivo supremo la consecución del "bienestar del individuo efímero" (Wohlbefinden des flüchtingen Individuums). Esto es lo que ocurre con el socialismo, por ejemplo, sostiene Nietzsche. La "ilusión" política no libera al hombre de su insignificancia sino que, por lo contrario, la expresa. Es cierto que el "empobreci­miento" de la fe religiosa despierta y acentúa la conciencia de su "insignificancia" y de su "fugacidad"; pero no lo es menos, que la religión ha generado en él esta conciencia. De cualquier manera, resulta que, tanto la "ilusión" reli­giosa como su Ersatz político, no hacen sino extremar la situación precaria del hombre. La religión y la política aportan una plena justificación de esta precariedad. Nada hacen para resolver la torturante condición humana en tanto "ser efímero". Nada pueden contra la fugacidad, ni contra la conciencia disolutoria del tiempo. Ambas experi­mentan el tiempo como fatalidad corrosiva a la que hay que ofrendar todo.

Frente a estas ilusiones, la política y la religiosa, Nietzsche propone el valor moral de la doctrina del eterno retorno. En ella encontramos una auténtica valoración del presen­te, que termina suprimiendo la condición de su fugacidad. No lo deja reducido al nivel de una ilusión ni al de una inexistencia: mucho menos encubre la fugacidad del instante presente mediante su apelación al bienestar del individuo o de la sociedad. Esta nueva doctrina no representa una superficialización del presente; por el contrario, se trata de exaltar su mayor intensidad. "Mi doctrina reza así: vi­ve de modo que desees volver a vivir, esta es la tarea: tú vivirás otra vez! Quien otorgue al esfuerzo el sentimiento más alto (das höchste Gefühl), que se esfuerce; quien sienta el descanso en alta medida, que descanse; quien desee el orden, la obediencia, que obedezca. Pero tenga conciencia del fin y no retroceda ante los medios. ¡Le va en ello la eternidad!" He aquí lo importante: la fatalidad del eterno retorno se origina en un acto de la voluntad. La decisión es la raíz de la repetición. Como todos los actos llevan el signo de la eternidad, el hombre puede elegir entre "eternidades" posibles. Por ello es que antes de asumir una decisión, debe preguntarse lo siguiente: "¿Es esto de tal naturaleza que yo lo quisiera hacer incontables veces?" Lo cierto es que Nietzsche propone esta doctrina del eterno retorno con el objeto de alcanzar una intensificación y una radicalización del instante. Quiere que el instante pre­sente deje de ser efímero, quiere curar al tiempo de su temporalidad. Que el instante no se pierda en un contento superficial, en la promesa de bienestar que le ofrece la ilusión política. Por ello su solución bordea la paradoja y el ámbito de las contradicciones místicas: dirá que el instante es eterno, que nada es efímero. La circularidad del tiempo le permite acceder a su eternización. Una acción, cualquiera que sea, se repite eternamente. Sin entrever la contradicción interna de su doctrina, su incurable fatalis­mo, Nietzsche afirma el carácter creador de la voluntad; sostiene que este ciclo repetitivo comienza con la elección presente. Al instante le espera una eternidad futura; Nietzsche pasa por alto considerar este instante actual como la repetición de una eternidad pasada porque, en este último caso, el hombre sólo puede repetir una elección anterior y esto desvirtúa el sentido autónomo de la elección voluntaria. De cualquier modo, el sentido de la doctrina permite a Nietzsche superar la angustia de la caducidad y la amenaza de la muerte. La repetición eterna del instante tiene, en el fondo, el mismo carácter de aquel Verweile doch! (¡deten­te!) que Fausto dirigió al instante fugaz y bello en la obra de Goethe. Es un modo de hacer perdurable la secreta riqueza de nuestra experiencia. Nietzsche ha rechazado ese momento de eternidad que le ofrece la religión tradicional: nada de aquella bienaventuranza eterna ofrecida en un más allá distinto a nuestra terrenalidad concreta y finita. Necesita abolir la religión y por eso apela a este sustituto del eterno retorno para rescatar la eternidad del ahora fugaz y amenazado de muerte. La doctrina del eterno re­torno le permite, por medio de la repetición, transfigurar lo efímero en eternidad. Y no existe otro modo de supervi­vencia. La eternidad no es lo opuesto al tiempo; es el rostro esencial del tiempo toda vez que seamos capaces de impri­mir "su sello en nuestra vida": "¡Imprimir el sello de la eternidad en nuestra vida! Este pensamiento contiene más que todas las religiones que desprecian la vida como pasa­jera y enseñan a mirar hacia otra vida incierta."

4. La Inocencia del Devenir

A través de la creencia en el "eterno retorno de lo mis­mo", Nietzsche quiere manifestar su profundo amor a la vida. Este es el objetivo de su doctrina: amor a la vida "en todas sus formas". Pero un amor viril que asume la fisonomía de un combate jubiloso donde el término opuesto, que se nos enfrenta y hace posible la guerra y la des­trucción, es justificado como necesario. Una lucha donde la causa que se asume agradece a la causa que se le opone. El amor a la vida que Nietzsche descubre a través de esta doctrina, obliga a los hombres a "unirse para combatirlo todo y a todos los que tratan de hacer sospechoso el valor de la vida: contra los tenebrosos, los descontentos, y los melancólicos... Pero nuestra enemistad debe ser un medio para aumentar nuestra alegría. Reír, bromear, destruir sin amargura. ¡Esta es nuestra guerra sin cuartel! ¡Esta vida... tu vida eterna!" Nietzsche quiere afirmar aquí la funda­mental inocencia del devenir. Quiere negar aquel residuo cristiano que cargaba sobre el hombre la conciencia del pecado, la culpa, la exigencia del bien. El eterno retorno implica una santificación del devenir y una exaltación de la vida más allá de toda moral.

Pero a Nietzsche mismo no se le escapa el carácter de esta exaltación: tiene un sentido religioso. Toda su doctrina representa "la afirmación religiosa de la vida, de la vida total, no renegada ni parcializada". También tiene un sentido celebratorio: la vida y el mundo aparecen investidos de una dignidad sacra. Se celebra en ellos su eternidad: el mundo es un "prodigio de fuerza", "sin principio ni fin", que "no se consume", es "al mismo tiempo uno y múltiple", un mundo que conoce todas las contradicciones, la más radical variedad de estados y situaciones y que "se bendice a si mismo como algo que debe tornar eternamente". Es un mundo que conoce la "doble voluptuosidad" de la destruc­ción y la creación, del sufrimiento y la alegría. Esta imagen de la realidad finita, que alcanza en Nietzsche tonos tan exaltados por tratarse de una experiencia propiamente mistica, es su visión dionisíaca.

En efecto, el eterno retorno nietzscheano y su visión dionisíaca de la totalidad, son una misma cosa. Estas dos imágenes se funden en un fervor paganizante que Nietzsche nunca deja de entender como el reverso absoluto de la religión cristiana. Constantemente nos enfrenta con esta disyuntiva: O Dionisos o el Crucificado, no ocultando en ningún momento el término de su opción: "Nosotros cree­mos en el Olimpo, no en el Crucificado." Reconoce en Dionisos el símbolo de un paganismo místico que opone a la tradición judeocristiana. Dionisos es una "forma divi­nizada" del hombre y de la naturaleza. En él culminan, como en un vértice, estos dos movimientos de la realidad. Lo dionisíaco implica un desbordamiento apasionado y doloro­so, encarna una "extática afirmación" de la vida que supe­ra, en un solo arrobamiento, todos los dualismos. "Con la palabra dionisíaco —escribe— se expresa un impulso hacia la unidad... un desbordamiento apasionado y doloroso en estados de ánimo hoscos, plenos, vagos; una extática afir­mación del carácter complejo de la vida, como de un carácter igual en todos los cambios, igualmente poderoso y feliz; la gran comunidad panteísta del gozar y del sufrir que aprueba y santifica hasta las más terribles y enigmáticas propiedades de la vida; la eterna voluntad de creación, de fecundidad, de retorno; el sentimiento de la única necesi­dad de crear y destruir." El sentimiento dionisíaco, co­mo vemos, es una exaltación de todo poder germinador, un frenesí indiscriminado. Y si Nietzsche valoró la religión de los misterios en la Grecia antigua, es porque su sentido no fue otro que el de una celebración de la potencia genesíaca de la sexualidad y la fecundación. En ellos encontró un ritual sagrado que representa un "sí triunfal dicho a la vida". En tales celebraciones se alcanza una suprema divi­nización del símbolo sexual y se santifica el "dolor de la parturienta" como un fenómeno que va unido a la afirma­ción de todo lo que crece y deviene. El instinto sexual es, aquí, "el instinto del porvenir y de la eternidad de la vida".

En este sentido Nietzsche-enfrenta la actitud dionisíaca ante el sufrimiento y la actitud cristiana. Considera que el cristianismo hace del sufrimiento "la vía que conduce a una santa existencia". En cambio, el hombre dionisíaco sos­tiene que "la existencia es lo bastante sagrada como para justificar un enorme sufrimiento". En el primer caso, la santidad de la existencia es la consecuencia del dolor y del castigo. Es asumiéndolos como la vida accede a la san­tidad. Reconociendo que el sufrimiento es la paga del pe­cado, el cristiano encuentra la vía de la perfección. En cambio, la religiosidad dionisíaca afirma la divinidad total de la vida, y esta excelencia puede, en sí misma, justificar tanto la alegría como el dolor. El sufrimiento es exaltado, santificado, por obra y gracia de la santidad e inocencia de la vida. Buena parte del rechazo que Nietzsche hizo del cristianismo se funda en la creencia de que se trataba de una religión del dolor y para el dolor. "El Dios en la cruz es una maldición lanzada sobre la vida, una indicación para librarse de ella."

Pero esta exaltación dionisíaca, junto a la afirmación del eterno retorno y la santificación de la vida, por mo­mentos lo llevan hacia un misticismo quietista. Por lo menos, su celebración de la realidad toda que retorna eter­namente se identifica con una actitud mucho más contem­plativa que activa. El hombre parece, por momentos, mucho más un espectador que un actor de aquella vida que venera. Nietzsche llegó a decir que el ideal del "eterno retornó." es el ideal "más impetuoso, más vivo, más afirmador del mundo" (Weltbejahendste) porque implicaba simplemente una aceptación de todo lo que es. Acepta el mundo sin im­poner una medida, sin exigir una modificación, puesto que lo intuye suficientemente perfecto. Más que una modifi­cación, es preciso reclamar su repetición constante. El cre­yente en el eterno retorno reclama "que continúe este estado de cosas 'tal como ha sido y tal como es' y esto por toda una eternidad, gritando sin cesar 'bis' no solamente para sí sino para toda la obra, para todo el espectácu­lo..."

5. El Instinto Religioso

Una vez rechazado el cristianismo y afirmada la posibi­lidad de una mística impregnada de elementos griegos, Nietzsche reconoce la presencia, en el hombre, de un ver­dadero instinto religioso concebido como capacidad para "crear Dioses". La idea de una religiosidad fundada en esta capacidad singular, no resulta de ningún modo extraña si se la entiende en función de aquella otra doble problemá­tica que campea en su obra: la noción de que toda imagen de lo divino es creación humana y la idea de que toda verdadera religiosidad culmina en la exigencia de conver­tirnos en Dioses. Dentro de este contexto, reconoce que la plenitud del hombre se manifiesta en la activación de este instinto, esto es, cuando este centro religioso de su ser crea y objetiva nuevas formas de lo divino. Es por esta razón que Nietzsche había valorado el mundo pagano: el griego clásico vivió en la proximidad de los Dioses, estaba ligado a ellos y los consideraba una prolongación de su propia carne. Su fuerza creadora impuso la multiplicidad politeísta. En La voluntad de poderío escribe esta frase reveladora: "¡Y cuántos Dioses nuevos son aún posibles! ¡A mí mismo, en quien todavía el instinto religioso, es decir, creador de Dioses (Gottbildende Instinkt), se ha hecho intempestivamente vivaz, de qué diversos modos se me ha revelado cada vez lo divino...!"

En otro aforismo de El Anticristo, se lamenta de que Europa septentrional haya ahogado y negado sus propias "cualidades religiosas", sus verdaderas fuentes creativas, al no rechazar al Dios cristiano. Los dos milenios de cris­tianismo vienen a representar, para Nietzsche, una parálisis del "instinto religioso" del hombre occidental. El europeo debiera haber rechazado el cristianismo con el objeto de permitir que nuevas formas de lo divino, nuevas represen­taciones emocionales, conceptuales y culturales, se mani­festaran espontáneamente como expresión de este centro religioso del hombre. Es lamentable, afirma Nietzsche, que este "instinto creador de Dioses" se sometiera a la sola re­presentación divina del cristianismo y no haya intentado otras formas superiores. La supervivencia de la religión objetivada, en suma, es un freno a la espontánea e innata religiosidad que juega en el corazón de todo ser humano. Los elementos de esta antropología religiosa son múltiples. Nietzsche define al hombre en función de un "espíritu creador" (creator spiritus) que no es otra cosa que una "fuer­za para plasmar Dioses" (Gottbildende Kraft)" . La cuali­dad más específicamente humana se confunde, entonces, con el principio de una creatividad divina. El hombre nietzscheano viene a ser, en suma, la expresión más radical del homo religiosus. Nuevamente sus soluciones implican una síntesis de contrarios: en Nietzsche encontramos una total afirma­ción del hombre que coincide con la forma de la más extrema religiosidad. Desde esta perspectiva, el Dios cris­tiano es insistentemente recusado porque es el fruto de una humanidad frustrada en su esencia, es la creación de un hombre disminuido por el temor y las debilidades. Durante dos milenios dominó esta objetivación alienada que venía a ser el "alter ego" de un hombre "enfermo", la proyección del sentimiento de la decadencia y el rechazo de la vida. La supervivencia de esta imagen es una "objeción" al hombre y a la religión. Por ello debe morir, ser suprimida, para que se ponga en marcha la creatividad humana entendida como creatividad propiamente religiosa. Liberado de esta pesa­dilla sombría, el hombre comienza de nuevo. La muerte de Dios hace posible el nacimiento del hombre religioso, en tanto verdadera fisonomía del hombre pleno; se restituye al hombre su auténtica dimensión creadora: "¿Qué podría yo crear si hubiera Dioses?" exclama Zarathustra. El mismo sentido de estas palabras animan aquel otro desafío que dirige a sus compañeros: "¿Sabríais crear un Dios? ¡En­tonces no me habléis de Dioses!" En estas palabras de Zarathustra se han señalado los dos componentes que he­mos destacado como peculiares de la antropología religiosa nietzscheana. En primer lugar, el Dios objetivado de la religión es un freno a la capacidad creadora; en segundo lugar, sólo es posible "hablar de Dioses" cuando el hombre experimenta la posibilidad de su creación.

El prometeísmo religioso de Nietzsche ha suprimido de­finitivamente ya la distancia que separa al hombre de lo absoluto, aquella distancia que va del Señor al esclavo, o del Padre al Hijo. Dios tampoco es lo "absolutamente otro". La experiencia religiosa ya no se define en términos de obediencia, imitación de Dios, temor y temblor o senti­miento del "estado de criatura". Se define como la expe­riencia más honda de la libertad y la embriaguez de la creación.