Hemos mostrado que los rituales de construcción presuponen asimismo la imitación más o menos explícita del acto cosmogónico. Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera. Por consiguiente, también esos ceremoniales, que no son ni periódicos ni colectivos, suspenden el transcurso del tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra in illo tempore. Hemos visto que todos los rituales imitan un arquetipo divino y que su actualización continua ocurre en el mismo instante mítico atemporal. Sin embargo, los ritos de construcción nos descubren algo más: la imitación, y por ende la reactualización, de la cosmogonía. Una “era nueva” se abre con la construcción de cada casa. Toda construcción es un principio absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna de “historia”. Claro está que los rituales de construcción que encontramos en nuestros días son en buena parte supervivencias, y es difícil precisar en qué medida les corresponde una experiencia en la conciencia de quienes las observan. Pero esta objeción racionalista es desdeñable. Lo que importa es que el hombre sintió la necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del Mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para regenerarse. Muy perspicaz sería quien pudiera decir en qué medida los que en la actualidad observan los rituales de construcción están capacitados todavía para participar en su misterio. Sin duda sus experiencias son más bien profanas: la “nueva era” marcada por una construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van a habitar la casa. Pero la estructura del mito y del rito no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter profano: una construcción es una organización nueva del mundo y de la vida. Para encontrar la experiencia de la renovación, a un hombre moderno, de sensibilidad menos cerrada al milagro de la vida, le bastaría el momento en que construye una casa o penetra en ella (exactamente como el Año Nuevo conserva todavía el prestigio del final de un pasado y del comienzo de una “vida nueva”).
El hombre no hace más que repetir el acto de la Creación; su calendario religioso conmemora, en el espacio de un año, todas las fases cosmogónicas que ocurrieron ab origine. De hecho, el año sagrado repite sin cesar la Creación, el hombre es contemporáneo de la cosmogonía y de la antropogonía, porque el ritual lo proyecta a la época mítica del comienzo. Una bacante imita mediante sus ritos orgiásticos el drama patético de Dionisos.
(...)
El simbolismo arquitectónico del Centro puede formularse así:
a) la Montaña Sagrada —donde se reúnen el Cielo y la Tierra— se halla en el centro del Mundo;
b) todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una “montaña sagrada”, debido a lo cual se transforma en Centro;
c) siendo un Axis mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno.
El camino que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabu-dur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser, etcétera. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.
Todas las danzas han sido sagradas en su origen; en otros términos, han tenido un modelo extrahumano. Podemos excusarnos de discutir aquí los detalles como que ese modelo haya sido a veces un animal totémico o emblemático; que sus movimientos fueran reproducidos con el fin de conjurar por la magia su presencia concreta, de multiplicarlo en número, de obtener para el hombre la incorporación al animal; que en otros casos el modelo haya sido revelado por la divinidad (por ejemplo, la pírrica, danza armada, creada por Atenea, etcétera) o por un héroe (la danza de Teseo en el Laberinto); que la danza fuera ejecutada con el fin de adquirir alimentos, honrar a los muertos o asegurar el buen orden del Cosmos; que se realizara en el momento de las iniciaciones, de las ceremonias mágicorreligiosas, de los casamientos, etcétera. Lo que nos interesa es su origen extrahumano presupuesto (pues toda danza fue creada in illo tempore, en la época mítica, por un “antepasado”, un animal totémico, un dios o un héroe). Los ritmos coreográficos tienen su modelo fuera de la vida profana del hombre; ya reproduzcan los movimientos del animal totémico o emblemático, o los de los astros, ya constituyan rituales por sí mismos (pasos laberínticos, saltos, ademanes efectuados por medio de los instrumentos ceremoniales, etcétera), una danza imita siempre un acto arquetípico o conmemora un momento mítico. En una palabra, es una repetición, y por consiguiente una reactualización de “aquel tiempo”.
"Alzará pendón a naciones lejanas, y silbará al que está en el extremo de la tierra; y he aquí que vendrá pronto y velozmente. No habrá entre ellos cansado, ni quien tropiece; ninguno se dormirá, ni le tomará sueño; a ninguno se le desatará el cinto de los lomos, ni se le romperá la correa de sus sandalias. Sus saetas estarán afiladas, y todos sus arcos entesados; los cascos de sus caballos parecerán como de pedernal, y las ruedas de sus carros como torbellino. Su rugido será como de león; rugirá a manera de leoncillo, crujirá los dientes, y arrebatará la presa; se la llevará con seguridad, y nadie se la quitará. Y bramará sobre él en aquel día como bramido del mar; entonces mirará hacia la tierra, y he aquí tinieblas de tribulación, y en sus cielos se oscurecerá la luz". (Isaías 5:26-30)
"Se agazapa, se echa como león, o como leona ¿quién se atreverá a despertarlo?" (Números 24:09)
"¡LEONES RIENTES tienen que venir!
Oh, huéspedes míos, vosotros hombres extraños, ¿no habéis oído nada aún de mis hijos? ¿Y de que se encuentran en camino hacia mí?
Mi sufrimiento y mi compasión, ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!
¡Bien! El León ha llegado, mis Hijos están cerca, Zarathustra está ya maduro, mi hora ha llegado: Ésta es mi mañana, mi día comienza. ¡Asciende, pues, asciende tú, Gran Mediodía!
Así habló Zarathustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas..." (Así habló Zarathustra / Friedrich Nietzsche)
"Entonces uno de los ancianos me dijo: No llores; mira, el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos." (Apocalipsis 5:5)
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